En todas las comidas o cenas de empresa que abundan en estos días, al igual que un sátiro potencial y algún súcubo que quiera hacer de las suyas, se alza la figura del incontinente verbal. Casi siempre a los postres, cuando ya ha dejado de contenerse con sus compañeros de mesa en aras de mantener cierto decoro comensal, comienza a pulular por el salón picoteando en asientos vacíos, a la busca de un oído incauto, da igual si atento o no, en el que volcar toda su inútil verborrea.
Y entonces no sirve de nada moverse, porque seguirá a su presa hasta la barra o incluso hasta el mismísimo baño, pero tampoco sirve de nada quedarse quieto, porque se abalanzará sobre el antebrazo, si ha logrado sentarse, o sobre el hombro si tiene que actuar de pie. Es irrelevante contestarle o no, asentir o no, buscar ayuda en otra persona o no, porque todos le reconocen y huyen despavoridos. No sé por qué extraña conjunción casi siempre estos especímenes me eligen como víctima para babosearme la oreja, acaso porque muestro una sutileza que ellos desconocen. Lo que me duele es pensar qué habré hecho o dicho para que crean que lo que me cuentan me interesa lo más mínimo.
Saludos
ResponderEliminarMe sumo a los seguidores de esta bitácora.
Ja, ja, ja. Me he reído con esta entrada. A mí también me dan la tabarra muchos plastas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Bienvenido, Francisco Javier. Gracias por tu reciente fidelidad, Isabel. Saludos para ambos
ResponderEliminar