El
sargento hechizado
Encontrarse
en una novela a unos agentes de la Guardia Civil en la España rural de los años
cincuenta lleva inevitablemente a recordar a Plinio, aquel policía de Tomelloso
con el que García Pavón inauguraba la novela negra moderna en nuestro país.
Fernando Roye va mucho más allá del posible homenaje con su Carmelo Domínguez,
el sargento hechizado, cuyos peculiares ojos (uno azul y otro negro) le dan a
su mirada un desasosiego muy útil en los interrogatorios. Y va mucho más lejos
porque al contenido de la investigación le suma dos aspectos de mucho peso,
primero el fresco sociológico e histórico, y luego un potencial intuitivo que
termina por convertir al personaje en alguien muy especial.
En
unos momentos en los que el tiempo actual marca las pautas a la hora de situar
una novela negra, Fernando Roye es capaz de retroceder más de medio siglo y
ubicar a su sargento en un pueblo del norte de Andalucía, en una casa cuartel
sujeta a sus propios conflictos internos, y en un marco social en el que las
fuerzas vivas del pueblo, especialmente el aristócrata de turno, son quienes
dictan las normas, quienes echan tierra sobre lo que haya que ocultar, y
quienes premian a los que les hagan el juego, ya sea económico a incluso
criminal. Y esa ambientación, magnífica por otra parte, es lo que empieza a
darle a la novela puntos a favor que el lector sabrá percibir, a poco que sea
algo aficionado al género. El resto de los puntos llegan de la mano del propio
sargento Domínguez, un hombre en cuyo carácter la calma y el buen juicio son
dos premisas fundamentales, a las que suma una especie de sexto sentido que,
junto a su peculiar mirada, le ha granjeado ese mote de “hechizado”.
Una
mano sin cadáver encontrada en pleno campo, las interioridades de la
convivencia entre las mujeres de los beneméritos, un joven agente que parece
simbolizar los nuevos tiempos frente a la cerrazón de un cabo chusquero y
ambicioso, el pasado de los lugareños, un cacique lleno de secretos, y por si
fuera poco, la inminente visita del Caudillo, dispuesto a solazarse unos días
practicando su deporte favorito: la caza. Tal panorama podría haber acabado con
cualquier otro sargento menos templado, pero como ya se ha dicho, la mejor baza
de Domínguez es su serenidad, y eso le permitirá sobrevivir a tan egregia
visita, e incluso solucionar el misterio del miembro perdido.
Fernando
Roye, además, distribuye la narración con unas más que idóneas pausas
capitulares que hacen las delicias del lector, y no se olvida de arrancarle
alguna que otra sonrisa, así que poco más se le puede pedir a su novela.
El caso de la mano perdida. Fernando Roye.
Editorial Sinerrata. Barcelona 2015. 278
págs.
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