LA
PIPA
La mujer lleva todo el juicio tratando de no retorcerse demasiado las manos, incluso se ha quitado el luto para no llamar tanto la atención, aunque eso haya sido como dejar que su Óscar empiece a escaparse un poco más de su recuerdo.
Escucha y escucha alegatos, acusaciones, declaraciones
interminables, y en ninguna de esas intervenciones sale a relucir el apellido
de su hijo, como si con su sombra también el Wallace de los documentos
arrancara a difuminarse. Mira hacia abajo y al menos le queda la pipa, aquella
recogida y pequeña cazoleta en cuyo lateral todavía puede seguir acariciando
las iniciales OW, como él hacía mientras pasaba sus cansados ojos por los
libros de cuentas.
Fue lo poco que le entregaron, no pudo ni verle, y ni
siquiera aquellas gafas juguetonas que se deslizaban por su nariz sobrevivieron
tampoco, la única que resistió fue la pipa, la pipa y la placa, pero ésa no ha
querido volver a tocarla, la condenó al fondo de un cajón porque el gélido
metal le provoca unos temblores que indefectiblemente terminan por arrancarle
el llanto y postrarla un par de días en la cama.
Ha perdido ya la cuenta del tiempo que lleva en esa sala,
y ni siquiera es capaz de percatarse de que esta mañana el ambiente parece más
crispado, más tenso, como si todo se acercase a su final. Ella, en cambio, no
se ha podido acercar a ninguno de los dos culpables de la muerte de su hijo, ni
al perfumado vanidoso que se repantinga en el banquillo de los acusados ni al
hombre del sombrero y el traje gastados, en primera fila tras el estrado, que
siempre frota sus manos sin remisión, casi con tanta intensidad como ella frota
la pipa.
Pero son manos diferentes, las suyas nunca dispararían,
ni en nombre de ninguna ley, las suyas eran sólo para acariciar la cabeza de su
hijo entre balance y balance, aunque ahora haga el esfuerzo de que no le
tiemblen cuando llegue el momento.
Ha logrado levantarse y parece que nadie la estuviera
viendo, adelanta la mano en la que guarda la pipa de su hijo y camina por el
pasillo central de la sala. Únicamente quiere que vean aquel objeto, los dos,
que sepan lo que había detrás y ya no ha de volver. El juez lanza al viento su
veredicto y todo explota a su alrededor.
La señora Wallace es engullida por la multitud de
periodistas y curiosos, y no puede acercarse a aquellas dos barreras de cuerpos
que frenan a los dos hombres que busca, gritándose uno al otro, ladrándose uno
al otro. Para cuando es capaz de dar tres o cuatro pasos más, Capone ha sido
sacado de la sala, así que la pipa de Óscar sólo puede recaer en las manos de
un Ness a quien la pregunta de la mujer le derrumba:
- ¿Qué va a hacer ahora?, ¿eh?, ¿qué va a hacer?, dígame que con
esto bastará.