UN
REFRESCO
Por un refresco, por un puñetero refresco, y luego esa
bomba, esa maldita explosión que lo cambió todo, que me ha dejado este nubarrón
del que no sé cómo salir. Los ojos pesan una enormidad, los párpados son de
arena mojada y se me clavan en el rostro.
Vuelve la música, esos malditos bongos que tanto
machacaron mis tímpanos, y las voces, esas risas al otro lado de la pared,
desencajadas, histéricas, como si nacieran justo en mi tabique, en mi techo, en
mi ventana.
Se me enreda la protesta en una lengua grande, reseca y
pastosa, ya ni el apellido Vargas puedo pronunciar, como si en algún momento
hubiera sido un sortilegio que cambiara algo. ¿Dónde estás, Mike, por qué no
vienes, por qué no has vuelto a llamar? ¿Por qué los dejaste entrar, con la
música, las botellas, el humo? ¿Por qué me llevaste a ese maldito motel? ¿Por
qué no pudiste quitarme el sol de encima?
La cama se mueve, va de un lado a otro, como un tronco a
la deriva, empujada por otros ruidos nuevos, son jadeos que saltan de un oído
al otro, con este calor, este agobio de sábanas de engrudo y párpados
enladrillados.
Preferiría la música otra vez, los tambores y el humo, en
lugar de estos sofocos densos. La cabeza se me va a un lado y a otro, alguien
ha golpeado la cama pero mis brazos no responden, otra sacudida, otra más, y de
repente el silencio, al fin.
Vuelvo a tragar saliva, vuelve a entrar un resquicio de
luz, vuelvo a ver, pero no, no quiero mirar esos ojos hinchados sobre mi rostro,
ni esa cabeza sudorosa, ni esa lengua estrangulada rebosando los labios
finísimos de aquel hombre, ¿cómo se llamaba?, ¿Gray, Grandi? No puedo gritar,
no hay humedad suficiente en la garganta.
Caigo de nuevo, los bongos, la música, el humo, aquel
tipo histérico y flaco, el refresco, esos ojos, esas bolas llenas de sangre…, y
ahora barrotes, pero todo borroso, todo menos esa figura. ¿Eres tú, Mike? Por
Dios, júrame que eres tú y acaba de una vez con esto.
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