miércoles, 22 de julio de 2020

METRÓPOLIS - EL RETRATO


EL RETRATO

     Danielle se tumba en la cama abrazando el retrato sobre su pecho, sin necesidad de mirar cómo los reflejos dorados lo van engrandeciendo. No necesita verlo, solo sentirlo en su pecho, como tantas veces la sintió a ella en soledad, incansable, haciendo de la fidelidad la mayor de las virtudes.

    Ahora ya casi no le duele, a pesar del último golpe, a pesar de la repentina e innecesaria aparición de su cuerpo, como si eso pudiera borrar la huella de su espíritu, la omnipresencia de la belleza en todos los rincones de aquella casa, en todos los pliegues del tiempo.

    Ya no necesita hurtarle el perdón al señor por haber traído a la nueva, manchando así la memoria que nunca se podría manchar. Qué lejos estaba la una de la otra, qué lejos la vulgaridad de la clase, y qué ciegos todos para fingir que no se daban cuenta. Como si a la señora hubiera podido superarle alguien, como si la lealtad se pudiera alquilar.

     Cuánto debió de revolverse ella al ver los vanos intentos de cambiar las cosas, cuando la perfección es inmutable, y con qué fingida inocencia intentaba la otra ganarse una confianza imposible.

    Acaricia el retrato sin parar buscando la coincidencia con la seda, con aquel cabello que cepillaba cada noche, morosa, ilusionada solo con poder tocarlo, olerlo, orgullosa de prepararlo para que ella lo luciera ante el mundo.

   Con qué delicadeza la ayudaba a vestirse, con qué devoción le puso aquel vestido que la inmortalizaría en el cuadro, el mismo que luego la otra no supo cómo llenar, porque cuando una es inferior todo a su alrededor se vulgariza.

    Piensa por un instante que le hubiera gustado salvar el cuadro, como un regalo postrero para el mundo, pero es una idea vana. Nadie, nadie más que ella disfrutará de su recuerdo, nadie tendrá el privilegio de haber conservado su amor. Por eso posa sus labios en el retrato mientras las llamas van lamiendo golosas todos los muros de Manderley.


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