De repente, uno y otro se hablan, a gritos, escupiendo participios mutilados y soeces, vomitando urracas que pasan sobre mi cabeza defecando los improperios del decoro. Miro a un lado, al otro, blandiendo mi libro abierto para que de él nazca un escudo protector, pero siguen gritando hasta que se cansan. Infame desperdicio de aire, palabras y aliento.
A la barra llega una mujer que no es una mujer, sino una arpía con cartilla del paro, en el pelo el remolino del sueño borracho de la siesta, en la cara chafarrinones de maquillaje prestado que hiere los ojos y hasta el olfato, en la voz la vulgaridad del aguardiente o el hachís, en el alma más años de los que merecería haber cumplido. Golpea a su viejo amante, también borracho, le recrimina que la llame y luego cuelgue, le castra con cada movimiento. Gritan los dos, nadie sabe hablar sin vocerío. Junto a ellos, un treintañero de trazas mongoloides cuelga su sonrisa babeante de sus hombros pero se escabulle para no ser también emasculado.
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