Al
otro lado de los montes que se ven desde Roche, en el valle, las eternas
chimeneas de la refinería lanzan sus llamas sin parar, hasta perfilar en el
cielo dos delgados hongos de humo, como si fueran dos apocalípticos avisos de
una futura catástrofe nuclear. Las noches cubiertas se rasgan, entonces, por
esas espadas flamígeras que blande algún dios menor, hijo bastardo de la
ciencia y el progreso más ciego.
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