El puente de Greenwich
La
trayectoria de Rubén Bevilacqua está, para quienes frecuentan el género
policial, más que asentada, tal y como ha quedado demostrado en las seis
entregas creadas por Lorenzo Silva a lo largo de estos años, y el hecho de que
ahora su último caso haya recibido el Premio Planeta no va a hacer sino darle
por fin la difusión que en verdad merecen los personajes de las buenas novelas,
por lo que todos deberíamos felicitarnos. Eso sin olvidar que es una figura
señera de la literatura negra en el continente europeo, capaz de competir sin
arrugarse con primeros espadas policiales como Montalbano, Wallander, Brunetti,
Adamsberg o Jaritos, por citar sólo algunos.
Y
es que esta historia que transcurre a caballo entre Barcelona y Madrid ha
supuesto en muchos aspectos la sublimación de la escritura de su autor, porque
ha sido capaz de nacer y desarrollarse al amparo de cuatro aspectos que son
fundamentales para el avatar diario de Bevilacqua, mejor dicho, tres que son necesarios
para el brigada: lo personal, lo sociológico y lo criminal, y uno que resulta fundamental
para Lorenzo Silva: lo literario.
Lo personal, lo sociológico y lo criminal
En
el ámbito personal, Vila ya ha asumido lo cruel que puede llegar a ser el
tiempo, y eso le hace mirar con cierta nostalgia a los que considera sus
sucesores: Chamorro y el joven Arnau; el viejo caimán procura no sorprenderse
ante las sorpresas que le dispara el destino, como la muerte de Robles,
compañero suyo antaño, y trata de sobrevivir a la espada damocliana del retiro,
a la irrupción de jóvenes turbadoras, e incluso al recuerdo de los años que
vivió en Barcelona, y a los fantasmas previos a su divorcio, sin dejar que se
aleje de él el hijo al que ahora ya ha recuperado como adulto. Uno a cero.
Pero
la vida personal no es un islote, pertenece a una sociedad en la que cuesta un
poco encajar, y cuyas costumbres a veces sobrepasan al brigada; las manzanas
podridas en el cuerpo (la empresa, como ellos llaman a la Guardia Civil) son un
espejo de otra manzana mucho mayor, con forma de piel de toro, que se agusana
progresivamente y que no se ha podrido del todo porque aún queda gente de a pie
dispuesta a pelear por ella. En cierto momento, Vila puede hasta admitir que
roben los políticos, tal vez esté en su naturaleza, como le ocurría al
escorpión de la fábula, pero se asusta si son las fuerzas del orden las que roban,
porque parece que con esos actos se diluyen las últimas esperanzas. Empate a
uno.
No
obstante, la profesionalidad de Bevilacqua y Chamorro, la misma que Lorenzo
Silva se ha empeñado siempre en conocer de primerísima mano, es un asidero para
no dejarse hundir en la tempestad que desata el inminente caos social. La
fidelidad a las ordenanzas no les impide manejarse con la sabiduría que otorga
la experiencia, y Rubén es capaz de coordinar varias pistas del circo de una
investigación en la que parece que van siempre por detrás de quien maneja los
hilos, y lo hará sin que ninguno de los egos participantes resulte herido, ni
el de los Mossos d’Esquadra, ni el de la Guardia Civil, y mucho menos el de los
zorros de Asuntos Internos. Hay que saber nadar muy bien entre jurisdicciones,
tender puentes en vez de quebrarlos, y aunque a Chamorro le toque recoger el
testigo de la opinión que a muchos españoles les ha provocado la fiebre
independentista de Artur Mas, Lorenzo Silva, por boca de su hijo literario,
aboga por la labor de estrechar lazos y no de romperlos, y defiende que la
única frontera que debería existir entre las dos ciudades, entre ambos países, es
el imaginario puente del meridiano de Greenwich. Dos a uno.
Brillantez literaria
Queda
entonces lo más profesional, mejor dicho, el plano artístico, el valor
literario de esta novela, y no se trata, porque no se puede a estas alturas, de
descubrir a un autor como Lorenzo Silva, pero sí es justo reconocer la
brillantez de unas metáforas que crecen lozanas hasta llegar a la alegoría, y
con las que él parece disfrutar sobremanera, como tampoco podemos dejar de
señalar cierto culteranismo sintáctico en algunos párrafos, que se solapan con
la naturalidad de unos diálogos en los que entra la jerga benemérita con la
misma suavidad que un cuchillo en la manteca. Goleada.
“Ningún hombre que se muera sin haber
llorado alguna vez frente al mar puede decir que ha vivido”, confiesa
Bevilacqua tras haber llorado ante Chamorro frente al Mediterráneo, (sólo ante
ella podría abrirse así tras los años compartidos), y ésta es una buena muestra
de que en estas páginas hay una historia trepidante, una profundidad
psicológica de altura y mucha calidad literaria. Quienes se asusten porque una
novela negra gane el Premio Planeta, amén de olvidar al gran Vázquez Montalbán,
deberían felicitarse porque lo haya ganado, sin más, una novela muy buena, que
no es poco.
La marca del meridiano. Lorenzo Silva.
Editorial: Planeta. Barcelona, 2012. 399 páginas.
(LA VERDAD, ABABOL, 8/12/2012)
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