En Getafe, una docena de personas
asistimos a la presentación de dos novelas. Sus autores conversan entre sí,
cruzan preguntas mientras los transeúntes siguen su camino por la Plaza de la
Cibelina, los niños con sus prisas y carreras, los jóvenes con sus peinados y
sus ignorancias. Y en mitad del trasiego, un hombre cano, rozando la setentena,
acude presuroso hasta un banco, se sienta y enciende un pequeño puro, con la
determinación de lo clandestino, de transgredir prohibiciones médicas y cuerdas.
Se lo va fumando con tanta calma como delectación, y entonces el mundo parece
detenerse a su alrededor, porque en ese momento él es el símbolo máximo de la
libertad.
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