TANNHÄUSER
La paloma sigue allí, presa de unos dedos engarfiados,
peo nada teme, porque no está aferrada, sólo es sujetada diríase que hasta con
cierta delicadeza. El hombre rubio, casi albino, la tomó en su mano sin apenas
esfuerzo, sin que la lluvia le impidiera hacerlo.
Luego llegó el primer golpe, y a ése le siguieron otros
muchos, el hombre moreno, con los ojos llenos de miedo, comenzó a embestirlos,
pero ningún embate fue suficiente. Ella no se alteró, en aquella azotea nunca
pasaban cosas como ésa, eso ocurría siempre abajo, en la calle, entre los
charcos, el humo y las carreras.
Allí tampoco hay comida, como ella pensó al caer en
aquellas manos, allí no se toma nada salvo agua, allí se dirime algo mucho más
intenso, que la sangre parece corroborar aunque se diluya al poco de ir
brotando. Su anfitrión sufre, pero menos que su oponente, y sólo necesita la
otra mano para frenarle. ¡Qué grandeza de hombre! No ha visto muchos así.
De súbito, el oponente salta hasta el edificio de en
frente, en cuya azotea ella también ha pasado muchas noches. Salta pero no
alcanza a cubrir la distancia y queda suspendido de una de las gárgolas. Ella
mira hacia arriba, hacia aquellos ojos azules, calmados, que la fijan, y
entonces sabe qué va a ocurrir.
Entonces sabe que el hombre rubio, su hombre, va a saltar
también, y él sí llega sin problemas al otro lado. Sabe que mirará a su enemigo
colgando en el vacío y que, tras comprobar una vez más el terror de sus ojos,
levantará su cuerpo con la otra mano, a pesar del hierro que la atraviesa desde
hace ya unos cuantos golpes.
Sabe que le permitirá vivir, que le mirará con la
claridad de lo inevitable, que terminará
por desvanecerse. Lo ha visto en otras ocasiones. Ya nota que la presión de los
dedos va aflojando, y al fin echa a volar cuando aquellas lágrimas de lluvia
dejan paso a un cielo azul, aunque no tan azul como sus ojos.
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