JURAR EN VANO
Dos
dosis bien medidas del mejor bourbon, reposando en aquella mesa de juguete, y
otras dos rayas bien densas, como orugas satisfechas, en el pequeño espejo que
él ha dejado a su espalda. Ése es el conjunto que le da la bienvenida a aquel pedazo
de mujer, a aquella lascivia pura que le ha ido recortando el sueño desde que
viera la insatisfacción en sus ojos.
No le
ha dado importancia al abrazo lastimero con el que ella le ha saludado,
mientras se quitaba su estola de visón dejándola caer en el suelo de aquella
roulotte mugrosa. Pero sí se ha quedado flotando entre sus pechos ingrávidos y
libres, trotando en aquel mono de lentejuelas con el que ella habrá iluminado
aún más media ciudad.
Si
tuviera conciencia, se avergonzaría de haberla citado en aquel cuchitril, de no
haberle reservado una suite en el Mirage, o en el Bellagio, pero no pueden delatarse,
nadie puede saber, nadie puede ver en aquel lugar lleno de lenguas acusadoras.
Por eso le ofrece el bourbon buscando un brindis rápido, para no pensar, para
no enfrentarse a lo que es el verdadero martirio de aquella visita.
Ella
empieza a llorar, a suspirar sus quejas, el espejo acude en su ayuda, los dos
inhalan por turnos y por unos momentos el tiempo se detiene, hasta que ella
regresa a sus lamentos de esposa desatendida, incluso de mujer amenazada, y él
bebe y bebe más para enmascararlo todo, para que la realidad no le destroce la
noche.
Ambos
saben lo que hacen allí pero él seguirá engañándose porque sólo así conseguirá
perderse entre aquellos ojos azules, entre la carne de aquellos labios que ya
le han buscado dos veces, tras la excusa del abrazo y la lágrima inconsolable.
Y es un pasaporte que él no puede rechazar, así que le jura entre suspiros que
le ayudará a recuperar las joyas, que sabe que son suyas y está en su derecho
de reclamarlas.
Y
sigue jurándole mientras prepara otras cuatro rayas que vuelan del espejo con
un vértigo que le marea. Y no deja de jurar mientras ella sorbe sus últimas
lágrimas y se pone a la faena de agradecérselo inclinando la cabeza y
maniobrando en su bragueta con dedos hábiles. Le juraría todo el amor del
universo, el mismo que él sintió desde que se vieran por vez primera. Le
juraría todo ahora que Ginger Mckenna cierne la boca sobre su miembro como si
con ese gesto se sacudiera de una vez el apellido Rothstein, ahora que él ya no
se siente bajito, ni feo, ni gruñón.
Nicky
Santoro logra disfrazar de amor hasta la traición que ahora mismo está
cometiendo.
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