EL
RETRATO
Danielle se tumba en la cama abrazando el retrato sobre
su pecho, sin necesidad de mirar cómo los reflejos dorados lo van
engrandeciendo. No necesita verlo, solo sentirlo en su pecho, como tantas veces
la sintió a ella en soledad, incansable, haciendo de la fidelidad la mayor de
las virtudes.
Ahora ya casi no le duele, a pesar del último golpe, a
pesar de la repentina e innecesaria aparición de su cuerpo, como si eso pudiera
borrar la huella de su espíritu, la omnipresencia de la belleza en todos los
rincones de aquella casa, en todos los pliegues del tiempo.
Ya no necesita hurtarle el perdón al señor por haber
traído a la nueva, manchando así la memoria que nunca se podría manchar. Qué
lejos estaba la una de la otra, qué lejos la vulgaridad de la clase, y qué ciegos
todos para fingir que no se daban cuenta. Como si a la señora hubiera podido
superarle alguien, como si la lealtad se pudiera alquilar.
Cuánto debió de revolverse ella al ver los vanos intentos
de cambiar las cosas, cuando la perfección es inmutable, y con qué fingida
inocencia intentaba la otra ganarse una confianza imposible.
Acaricia el retrato sin parar buscando la coincidencia
con la seda, con aquel cabello que cepillaba cada noche, morosa, ilusionada
solo con poder tocarlo, olerlo, orgullosa de prepararlo para que ella lo
luciera ante el mundo.
Con qué delicadeza la ayudaba a vestirse, con qué
devoción le puso aquel vestido que la inmortalizaría en el cuadro, el mismo que
luego la otra no supo cómo llenar, porque cuando una es inferior todo a su alrededor
se vulgariza.
Piensa por un instante que le hubiera gustado salvar el
cuadro, como un regalo postrero para el mundo, pero es una idea vana. Nadie,
nadie más que ella disfrutará de su recuerdo, nadie tendrá el privilegio de
haber conservado su amor. Por eso posa sus labios en el retrato mientras las
llamas van lamiendo golosas todos los muros de Manderley.
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