EL
PUDOR
Abigail fuma un John Player extra largo en la ventana de
su despacho, un poco voluptuosa por la transgresión. Mira el finísimo cilindro
y busca en él los últimos resquicios de su vida anterior, en Las Vegas, de los
hoteles de lujo que dirigir con esa mano firme que ella gustaba de enfundar
siempre en un guante de seda.
El humo y ese sabor casi mentolado es lo único que le
queda de los últimos dos años, eso y los labios de aquel joven engendro, Lenny
Pepperidge, o Linus cómo demonios se apellidara, que la engañó llevándose por
delante todo su futuro.
Ha pasado muchas noches sola, demasiadas, recordando una
y otra vez aquella botella de Cristal, aquel sofá tentador y el estruendo de la
puerta cuando el FBI irrumpió en su habitación para librarle de aquella
tortuosa perdición, al tiempo que le echaban a la cara su enfermiza efebofilia.
Ahora ya no queda nada ni del sueldo, ni del glamur, ni
del poder, al menos de aquel poder superior con el que lúbricamente tocaba la
cima de la ciudad más perturbadora de América.
Hay que saber perder, o dar cuatro pasos atrás, aunque
las palabras de aquel Linus sigan resonando en sus oídos, y algunas noches
incluso en su vientre. Todo se puede recuperar, el tiempo no ha sido un enemigo
tan terrible, sus pechos, siempre recoletos y un tanto púberes, no van a
sucumbir a las inclemencias de la gravedad, y eso alimenta su orgullo de nuevo.
Prende un nuevo extra largo y mira su nueva obra, aquel
centro de rehabilitación de jóvenes que se ha hecho un nombre en Fresno, por su
eficiencia y el alto número de internos rehabilitados. A fin de cuentas no se
está tan mal, ni tan lejos de La Vegas.
- Señorita Sponder, llegan los nuevos.
Apaga el cigarrillo mientras una tenue sonrisa regresa a
sus labios y se recoloca ante el espejo el discreto pero encantador escote.
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