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martes, 22 de diciembre de 2009

TRAMPANTOJOS



Tres jóvenes juegan al billar americano, él lleva una serpiente tatuada en el bíceps y la airea a pesar del invierno, ellas hablan, hablan, los tres ríen a carcajadas estruendosas cuando yerran el tiro y la bola blanca desaparece. Bocas abiertas y vacías rivalizando con el bostezo perpetuo de las troneras.

En la mesa de la izquierda un aspirante a viejo mira el vacío por entre los cañotes de una barba mal afeitada, los dedos juguetean con una copa de vino agrio. En la mesa de la derecha un patriarca alto como Polifemo tamborilea cantando una copla flamenca que nadie le ha pedido. Entre ambas, mi isla de cuatro patas, con mis tesoros al aire, un café, un libro, mi cuaderno y la pluma, y el mejor tesoro de todos: el tiempo.


De repente, uno y otro se hablan, a gritos, escupiendo participios mutilados y soeces, vomitando urracas que pasan sobre mi cabeza defecando los improperios del decoro. Miro a un lado, al otro, blandiendo mi libro abierto para que de él nazca un escudo protector, pero siguen gritando hasta que se cansan. Infame desperdicio de aire, palabras y aliento.


A la barra llega una mujer que no es una mujer, sino una arpía con cartilla del paro, en el pelo el remolino del sueño borracho de la siesta, en la cara chafarrinones de maquillaje prestado que hiere los ojos y hasta el olfato, en la voz la vulgaridad del aguardiente o el hachís, en el alma más años de los que merecería haber cumplido. Golpea a su viejo amante, también borracho, le recrimina que la llame y luego cuelgue, le castra con cada movimiento. Gritan los dos, nadie sabe hablar sin vocerío. Junto a ellos, un treintañero de trazas mongoloides cuelga su sonrisa babeante de sus hombros pero se escabulle para no ser también emasculado.


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