LA
VISITA DE LOS VIERNES
William envuelve cuidadosamente su obra entre el plástico
de burbujas, la mete en su caja y aún lía ésta en un discreto papel de regalo.
El crujido del celofán le sobresalta. Se ha habituado tanto al silencio que
ahora cualquier distorsión le produce un escalofrío.
Esta caja es muy diferente, en tamaño y en contenido.
Aquellas maquetas de trenes que ahora se dedica a montar han conseguido llenar
sus horas con una paz que durante meses creyó no poder alcanzar. Se ríe
recordando aquellos otros trenes que hacían vibrar tan estrepitosamente esa
otra casa, entre las risas algo avergonzadas de Tracy. El maravilloso hogar
vibrante.
Ahora parece que hubieran pasado años, que todo lo que se
les vino encima durante aquella semana fuera una pesadilla de siglos
pretéritos, una broma crudelísima que le guardó el destino antes de su
jubilación.
Todavía en camiseta y calzoncillos entra en la otra
habitación, la que ha consagrado como museo del caso, la que le escupe a la
cara fotos, pruebas, informes, declaraciones, pero sobre todo su propia
incompetencia, su propia inutilidad para haberlo visto venir.
Se detiene unos instantes en aquella imagen de David, con
el brazo herido y levantado para intentar ocultar el objetivo de la cámara. Le
duele especialmente el momento en el que pudieron haberlo cambiado todo, el
instante en el que le tuvieron tan cerca sin saberlo, sin darse cuenta de que
iban transitando un camino marcado por un ser diabólico.
Se ajusta la corbata, la chaqueta y la gabardina. Aunque
no ha vuelto a llover como entonces sabe lo traicionera que es la ciudad.
Echando hacia atrás el raído sombrero va mirando por la ventanilla del taxi, y
gira la cabeza al pasar frente a la comisaría, como huyendo del todo de un
mundo que dejó de pertenecerle.
Entra con paso lento en el sanatorio y repite el saludo
de cada viernes, mientras recibe el reconocimiento del enfermero.
- David Mills, por favor.
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