CASTING
Nancy
da una nueva calada, profunda, intensa, para que la marihuana le llegue bien
adentro, allí donde habitan los prejuicios de la hija perfecta que ha
renunciado a ser. Bajo los tilos de la calle aguardó a que el coche de mamá
girara por la esquina y entonces encendió aquel salvavidas, apoyada en el
tronco, dejándose observar por tres o cuatro universitarios que hubieran
ignorado sus leves pechos de no haberse topado con aquella mirada traviesa, con
esa sonrisa lasciva.
Nancy
continúa fumando porque sabe que no son para ella, que nunca serán para ella
porque no transigirá con perpetuar las costumbres de la ciudad. Decir que está
ya muy harta de ser la niña de los Bowden sería quedarse corto, y más ahora que
papá abogado parece haberse vuelto paranoico: no fumes, no salgas sola, no te
vistas así, no te pintes tanto. El hogar es un campo de prisioneros con unos
muros que eran eternos hasta que le vio allí hace un par de noches, recostado
en lo alto, fumando aquel enorme puro, taladrándola con unos ojos que invitaban
a todo, a transgresión, a libertad.
Nancy
no ha dicho nada, Nancy hace tiempo que ya no dice nada, mientras deja que papá
abogado y mamá florero se destrocen entre medidos silencios. Y hoy tampoco iba
a ser una excepción. ¿Qué le iba a contar a mamá? ¿Que anoche se buscó entre
las sábanas hasta regalarse un orgasmo intermitente? ¿Que lleva días sin dormir
desde que él le deslizó aquella nota del casting para la obra del instituto,
junto al cigarro de marihuana que ahora está consumiendo? ¿O que en esos ojos
vio una mirada tan sexual como liberadora, que ya no la miraba como a una niña?
Nancy
apura las últimas caladas, hinchando su pecho aunque el volumen no deje de
engañarla. Pero ya no le importa, acaba de encontrar el sosiego suficiente como
para entrar a la sala, bajando por el pasillo central acariciando los respaldos
de las butacas. No está para sorprenderse ante el hecho de ser la única
candidata al papel de una obra inexistente. Sólo puede deslizarse felina hacia
el escenario, hacia la penumbra en la que refulge como un astro soberano el
habano sobre el que los labios de Max Cady se andan relamiendo.
Nancy
cierra los ojos y empieza a subir, temblorosa y húmeda, los escalones que
conducen a la tarima, que llevan hasta aquella brasa que la atrae sin remisión.
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