Honras postreras
Podemos hablar de final de ciclo, de ocaso, de retirada, de adiós entre bambalinas, muchas fórmulas podríamos utilizar para ilustrar la despedida de Kurt Wallander del panorama de la novela negra internacional, pero Henning Mankell huye de todas ellas en este punto y aparte de su narrativa. De hecho, desde la mitad de la novela hacia delante deja que sea el propio inspector quien empiece a agitar pequeños pañuelos ante los ojos del lector, bien haciéndole recordar casos pasados, bien rememorando también a sus antecesores en la profesión.
La trama, pues, es casi lo de menos, incluso puede hablarse de que no es la mejor de cuantas ha resuelto Wallander, las raíces del espionaje en la guerra fría quedan un tanto poco perfiladas, y la evolución de algunos personajes extraviados hace recordar incluso al primer Larsson y a sus hombres que no amaban a las mujeres, algo impensable en la narrativa de Mankell hace un par de años. Pero no importa, porque esa trama sirve para que conozcamos a la pareja más estable de Linda Wallander, y de paso para que el sabueso se convierta en abuelo y disfrute, junto a la pequeña Klara, de los mejores momentos de la novela.
La trama, también es cierto, le exige al inspector un esfuerzo ímprobo que le cuesta realizar, porque la diabetes y otras sombras más oscuras se lo impiden, pero su dignidad y el orgullo le empujan a seguir y seguir hasta resolverla, como siempre, aunque lo que nos deje al final sea una especie de canto de cisne, o de urogallo como los que pintaba su anciano padre. Mankell, no obstante, rebosa elegancia en las páginas finales, apartándose de la escena para dejar el último plano enteramente a su criatura. Ese hombre inquieto, irascible pero sincero hasta la extenuación, se pierde entre las nieblas de la posteridad. Y puede hacerlo tranquilo porque se ha ganado el puesto a pulso.
Editorial: Tusquets, 453 páginas. Barcelona, 2009.
(LA VERDAD, ABABOL 20/3/10)
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