HOJAS
DE TÉ
Ya no sabe cómo llamarla, ha probado a mantener el usted,
ha desterrado el señorita Monroe en beneficio del Ada familiar, ha limpiado el
piano hasta la saciedad, rompiendo incluso una cuerda adrede para ver si ella
era capaz de repararlo y volverle a arrancar alguna melodía.
Ha tejido ya varias colchas, y no sólo para su cama, ha
llegado a poner alguna en el salón, frente a la chimenea, y hasta ha escrito a
su propio padre para que se acerque por las noches a tocar el banjo bajo la
ventana, pero nada ha tenido resultado hasta ahora.
A veces añora la guerra, le gustaría que los hombres
volvieran entre andrajos para que ella los atendiera, para que siguiera
sintiéndose útil, para que disfrazara la esperanza con cada silueta que se
adivinase por el camino. Coloca las hojas dentro de la tetera, y lo cubre con
la tapa agujereada para que el agua cumpla con su tarea.
Apenas logra contener las lágrimas cuando la ve allí,
sentada en el sillón, encerrada en su propio pasado, revolviendo entre los
dedos aquel gastado daguerrotipo en el que la figura de Inman se va borrando un
poco más cada día, con cada nevada, con cada ocaso.
Con cuidado para no quemarse vierte ahora el humeante
líquido en las dos tazas, dejando la tetera en la clandestinidad de la cocina.
Se acerca con sigilo, hace tiempo que no se atreve ni a gastar una tímida
broma. Le coge una mano y pone en ella el plato con la taza, segura de que el
pulso se mantendrá firme. Tampoco se atreve a retirarle el retrato, no quiere
enfrentar su mirada dolorida.
Ruby Thewes se sienta junto a su señora, o su amiga, o su
compañera, cómo saber en qué estadio ha de permanecer. Tan sólo sabe que debe
estar con ella, apurando el invierno y con el deseo de que la primavera les
traiga de nuevo, a ambas, algo de brillo en los ojos.
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