EL
OJO MÁGICO
Para Inés Iglesias
Empuña la cámara como quien se dispusiera a disparar una
pistola, y es que en cierto modo tiene una forma parecida, ese modelo se puede
manejar incluso con una sola mano. Se ajusta el visor al ojo y toda la realidad
entra por él, por esa pequeña ventanita a la que Alfredo le enseñó a asomarse.
Es entonces cuando todo cambia, la luz se vuelve más
generosa, más limpia, el aire se adensa, suben por él el humo de los
cigarrillos, el aroma de las viejas colonias, los noviazgos de la penumbra. Y
empieza a grabar sin saber muy bien qué.
Ha regresado al pueblo después de media vida alejado de
él, y ha vuelto soñando con ser lo que siempre quiso, soñando con honrar lo que
tantas horas de felicidad le dio siendo un niño. Desde aquella tela blanca
colgada en una de las paredes de la plaza hasta el sonsonete del proyector, con
ese chorro de polvo en suspensión que era un camino mágico que le conducía a él
hasta la pantalla, por encima de las butacas de aquella vieja sala.
Con la mano libre tantea el vacío, para intentar
encontrar aquella mano, rígida, áspera y experta, la misma que le enseñó a
acariciar el celuloide, a abrir las latas de los rollos, a accionar los
pulsadores para que la cinta fuera pasando sin obstáculos, sin barreras que
interrumpieran los sueños.
Sólo le hace falta un ojo ahora, el otro está cerrado
casi como en su día se cerraron los de su maestro. No necesita ver aquel
ambiente que ha llevado en su interior todos estos años, sólo precisaba unos
minutos y una lente para volver a encontrarlo, casi para oír aquella voz en sus
oídos, explicándole qué pasaría a continuación, por qué no habría más disparos,
cómo se besaría a la estrella, o cómo reaccionarían los de abajo con la
siguiente escena.
Porque Alfredo era un sacerdote, un brujo de la
imaginación que hacía alquimia con aquellos rollos, que le abría universos
infinitos cada noche, y que los cambiaba cada semana.
Salvatore camina por el pueblo, sin dejar de grabar, sin
ver cómo sus paisanos se apartan sin reconocerle. Capturando retazos de sus
vidas, suspiros, sonrisas, algún grito, las carreras de los niños, el jaleo de
los bares, alguna que otra mirada casquivana. Y sólo se da cuenta al separar la
cámara de su rostro de que ha vuelto a convertirse en Totò.
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