EL JUEZ DE LA HORCA
Al pobre Roy Bean estuvieron a punto de lincharle, y desde entonces decidió que impartiría justicia con el segundo mejor argumento del Oeste, una soga (el primero era el Colt 45), así que John Huston no tuvo más que dirigir a un histriónico Paul Newman para hacerlo creíble. Menuda herencia nos han dejado entre los dos, a tenor del ambiente que se respira últimamente en este santo país.
Ya sabemos que todo español lleva dentro un médico, un seleccionador nacional y un detective, pero desde hace algún tiempo, también lleva dentro un juez, porque se está extendiendo la práctica abusiva de juzgar a todo aquel que nos rodea, acusando y señalando sus faltas no sólo sin pudor, sino con el orgullo de mostrar haces de paja en los ojos de los demás. Y gran parte de culpa la tiene el papanatismo de los políticos, empeñados en colocar en la diana de lo prohibido todo lo que cualquier cantamañanas con escaño considere incorrecto, sea lo que sea. No hablo ya del manido tema del tabaco, ni siquiera en el Camp Nou, cuna del catalanismo más progresista de Europa, puesto que en aquel pequeño país se prohíbe siempre un punto o dos más que en el resto de España. Hablo, tan solo, de relaciones humanas, porque cada vez más gente sale de su casa empuñando el índice acusador para disparar sin piedad al primero que se encuentre.
A veces los señalados habrán cometido algún error, mayor o menor, pero otras veces su gravísimo pecado será hacer algo diferente, o que no resulte del gusto del señalante. No aparcar frente a una puerta, aunque no haya señal de tráfico alguna, no dejar que los niños jueguen a la pelota frente a nuestras casas, no consumir tabaco, alcohol o grasas, o todo aquello que alguien considere feo, no repetir curso, no opinar de nada que resulte comprometedor, no llamar a las cosas por su nombre.., pero, eso sí, hay que ver televisión basura, hay que leer revistas del hígado, escuchar cómo sientan cátedra rubias vulgares y maloperadas. Todo eso sí, porque si entonces alguien alza una voz mínimamente acusadora, será tachado de intransigente.
Aquello de que la libertad de uno termina donde empieza la de los demás se ha convertido, desde hace unos años para acá, en una frontera móvil, corrediza y acomodaticia según le convenga a cada uno. Así nos va en esta sociedad individualista y ciega, crispados porque no sabemos convivir con los demás, porque creemos, en nuestra supina falta de humildad, que somos los únicos seres del universo. Vamos listos como no volvamos a aprender en qué consiste la tolerancia; no recuerdo quién dijo aquello de que cuando se apunta con el índice, otros tres dedos señalan al apuntador, pero sería conveniente no olvidarlo.