THE
BLUE PARROT
Él no suda, no lo entiendo. Es imposible no sudar, y
menos con ese cuerpo desmesurado. A mí me arden las manos, por mucho que
intento evitar el agua tan caliente, y ya se me han empezado a despellejar un
poco las palmas, al menos los dedos están intactos, arrugados pero intactos.
Esta especie de pozo cada vez es más insano, está más
sucio y más lleno. ¿Para qué lustrar tantas tazas en medio de este ambiente
sofocante?, ¿para qué tanto té hospitalario si luego el whisky termina ahogándolo
todo…? Ferrari no para de mirar a todas partes, se pasa el pañuelo por la nuca
pero es mentira, porque no suda, lo saben todos, lo sabemos todos. El último
cubo, al fin, un paño, pero también húmedo y quién sabe si un nido de
sabañones, ¿pueden salir sabañones del calor extremo?
Meto las manos en los bolsillos de estos pantalones
raídos cerrando y abriendo los dedos, ejercitándolos en secreto, uno tras otro,
del índice al meñique y vuelta, una y otra vez, diez, cincuenta. Como los pasos
al cruzar la calle, menos de cincuenta para cambiar de mundo, para quitarme el
olor a zotal de la conciencia y del hambre, para cruzar la otra puerta y volver
a mi piano, para escuchar el bálsamo de cada noche (tócala, tócala), para
cambiar una voz por otra, aunque la señorita no haya vuelto desde lo de París.
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