OÍR,
VER Y CALLAR
Otra vez doña Pura se ha levantado a las tantas, otra vez
está el dormitorio hecho unos zorros, apestando a anís y a sudor solitario.
Otra vez entra Nieves directa hacia la ventana, dispuesta a echar por ella todo
lo que rezuma su señora.
Hay mañanas como ésa en la que se lamenta por haberla
acompañado, por haber salido de aquella aldea para caer en Badajoz, en otra
prisión, porque es lo que parece aquella casa, una cárcel que sólo se adecenta
cuando viene el gobernador civil, la última presa en la que se ha fijado la
hiena de la señora.
Si don Pedro la viera ahora le llevarían los demonios,
bueno, o quizá no, piensa mientras voltea las sábanas con energía. Después de
todo no está haciendo nada que no hiciera allí antes de que todo se desatara.
Nieves domina un repeluco al recordar aquellos días, el vértigo, las voces, el
juez y los civiles, y todo lo que se fue organizando después. Por eso no lo
pensó tras la llamada de doña Pura.
Ahora ya no es tiempo de arrepentirse, ahora sabe el tipo
de vida que no desea, en estos tiempos ahorra y ahorra más que nunca para echar
los papeles en la Escuela de Oficios y salir de aquella casa, huir de aquel
desprecio, o de las manos del dichoso gobernador, que le van tras sus carnes
cuando doña Pura parece que no mira.
Primero la Escuela y luego Madrid, pero eso aún queda muy
lejos, tan lejos como la casa grande y los dos años que lleva sin ver a sus
padres, ni al tío, allí encerrado en la Casa de Salud. Todo está lejos y ella
sigue alisando sábanas, fregando suelos y soñando oficios, oyendo, viendo y
callando, así hasta el día en que termine de sobrevivir y se vuelva una mujer
libre, libre como aquellas zuritas que todavía añora.
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