TRESCIENTAS CINCUENTA LIBRAS
La viuda se colocó el coqueto sombrero con mucho mimo ante el espejo, todo debía lucir perfecto, incluso la cinta que habría de fijarlo a la estaca durante la carrera, porque la mañana había arrancado con un fuerte vendaval.
Una vez comprobado el efecto, lo retiró y lo dejó sobre la cama, tomó la blusa de batista, la misma que sólo se ponía los domingos de grandes eventos, y continuó vistiéndose, sin hacer demasiado caso a la ligera presión que la enagua ejercía sobre sus senos, levantados con una pizca de provocación.
Nadie se daría cuenta en mitad de la carrera, pero si al pelirrojo Will le daba por mirar, allí estarían para él con una elegante mezcla de desafío, puede que uno de los últimos que le reservara el tiempo. Sin darle mucho pábulo a las sombras de la edad se introdujo en la falda de tweed del dos piezas que se hizo traer de Dublín, y finalizó anudando sus botines con firmeza.
El vendaval se había llevado las nubes, aunque desde el horizonte ya anunciaba la llegada de un nuevo cargamento. La playa rebosaba. Todo el pueblo estaba allí, chismorreando sobre si el nuevo noviazgo prosperaría o no. Ella suspiró deseando que pronto llegara su turno ahora que la hermana de Will parecía haber encontrado ya marido. Sólo esperaba que aquel pelirrojo cabezota no armara ninguna de las suyas, que dejara atrás al avaro que llevaba dentro y entregase las trescientas cincuenta libras de la dote de Mary Kate sin rechistar.
Con paso decidido llegó a las estacas, se quitó el sombrero fingiendo con un deje de indefensión que el viento se lo arrebataba, y lo sujetó para ir a sentarse en el carro, junto al reverendo Playfair y su esposa. Sean pasó frente a ella tirando de su caballo saludándola educado, y tras él llegó aquel portento de la naturaleza, que apenas le regaló un gruñido, ocupado como estaba en observar a su rival y domar a una montura que parecía desconfiar de él.
La gente se apartaba al paso de Will, palmeándole con temor mientras fanfarroneaba sobre su futura victoria, y ella sólo deseaba que recogiera su sombrero, ya se encargaría después de ir domesticando a semejante coloso. El reverendo lanzó el pañuelo al aire y los jinetes volaron por la playa, casi tanto como los suspiros de la viuda Tillane.
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